Los olivos, árboles milenarios, fueron cultivados antes del surgimiento de la escritura y su origen exacto sigue siendo un enigma. Algunos estudiosos señalan a Siria y Asia Menor como lugares donde crecieron originalmente olivos salvajes en abundancia, mientras que otros apuntan a África, especialmente Egipto y Etiopía, como su cuna. Gracias a los fenicios, el cultivo del olivo se expandió hacia Chipre, Marruecos, Argelia y Túnez. En la Península Ibérica, el olivo ha sido una presencia ancestral, encontrándose evidencia de su existencia desde tiempos prehistóricos.
Durante la dominación romana, Hispania ya contaba con una notable cantidad de olivos fructíferos, y su aceite era altamente valorado por los romanos, quienes lo importaban desde la península. Durante los siglos de civilización hispano-árabe, el cultivo del olivo experimentó un gran crecimiento en el valle del Guadalquivir.
La influencia árabe dejó su huella en España, introduciendo variedades y términos como «aceituna», «aceite» o «acebuche». Con el Descubrimiento en 1492, España llevó el olivo a América, siendo Sevilla el punto de partida para su introducción en las Antillas y el continente. En los siglos XVI y XVII, el olivo se extendió a lugares como Perú, Chile, Argentina y México, y en la actualidad, podemos encontrarlo también en California y diversas regiones de Sudamérica.
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